Hemos normalizado lo más endemoniado del mundo: el refuerzo negativo. Vivimos esperando esa puñalada, ese dolor y lo tenemos tan integrado que es como si fuese parte de nuestra rutina. Lo positivo nos genera rechazo, desconfianza... Como la caricia que un perro recibe después de una vida de maltrato.
Y es que esta sociedad se ha perdido demasiado en si misma y en su deshumanizada naturaleza, hemos dejado de nutrir lo importante y parece que nos da igual cómo eso repercute en el interior de aquellos que están con nosotros. Pero llega un día en el que nuestro interior, harto de esa falta de cariño y de amor, explota porque ya no puede más... Y es normal.
No somos consecuentes de la cantidad de veneno que tragamos a diario porque lo justificamos, pensamos que eso debe ser lo común y que es inevitable. Veneno en ambientes personales, profesionales... Que poco a poco van mermándonos y llevándonos también a envenenarnos a nosotros mismos, de forma autómata y sin necesidad de que nadie nos empuje a ello.
Estamos acostumbrados a que no nos digan nada bueno de nosotros y pensamos que no lo necesitamos, nos enfriamos con esa actitud sin darnos cuenta... Pero llega un momento que con tanta carencia lo único que quedan son durezas. Nos miramos al espejo y ni siquiera somos capaces de reconocer que hemos perdido brillo en la mirada, como si la tristeza se hubiese instaurado en la profundidad de nuestra esencia sin poner fecha límite para abandonarnos.
Nos hablan mal jefes, compañeros, vecinos, gente por la calle, familiares, algunos amigos... Casi de manera reiterada y esputando una cantidad de odio, asco y rechazo que no es normal. Hemos dejado de desear los buenos días caminando por la calle y nos parece extraño y sospechoso, así como peligroso, si una persona desconocida nos saluda con una sencilla sonrisa. Nadie nos recuerda qué hacemos bien y entre tanto machaque se nos olvida a nosotros mismos también recordárnoslo, así creamos una nueva versión de nosotros; dubitativos, agotados, emocionalmente heridos, inseguros y dañados.
Estamos acostumbrados a los ruidos estridentes, a los silencios incómodos, a la excusa para no sentir, a huir cuando algo parece profundo, a quedarnos sobre superficies contaminadas, a llorar mucho más que a reír. Estamos acostumbrados a caminar abatidos, con tiros en nuestro interior y a enseñar los dientes si una mano amiga se acerca a ayudarnos para darnos un poco de amor. Vivimos en modo automático, desilusionados, sin ganas, intentando separarnos lo máximo posible de los demás porque tenemos miedo a que "los demás" sean quienes decidan separarse de nosotros y antes de caer heridos por eso, nos aislamos en nuestra propia cueva de protección. Nos pasa a todos.
En ocasiones nos volvemos adictos a los productos melodramáticos que hablan de sufrimiento, consumiendo en bucle mil productos de dolor, de desamor, de desilusión, de tristeza... Como si no pudiésemos estar ni un solo segundo sin esa dosis. Y finalmente, ocurre que nos sentimos asfixiados por esa sobredosis innecesaria de negatividad. Para cuando queremos darnos cuenta nos hemos vuelto pálidos, opacos, grises y no recordamos el último ataque de risa que nos dio, ni la última vez que disfrutamos como niños. Para cuando queremos darnos cuenta ya no podemos mirar con los ojos del alma, ni asombrarnos por las cosas pequeñas, ni disfrutar los detalles que no tienen precio pero tienen un valor incalculable.
Deambulamos con excusas, con pesos, con cargas, con frenos y con miedos... Y todos ellos parecen llevar las riendas de nuestra vida. No nos permitimos darnos una oportunidad más porque pensamos que así es mejor, sin arriesgar y en nuestra zona de confort donde nadie puede venir a hacernos daño, pero tampoco nos pueden venir a sentir, a cuidar, a amar, a acompañarnos.
Estamos agotados mentalmente y también "corazonadamente", este duelo de titanes en nuestro ser nos pasa factura, nos envejece antes de tiempo y nos lleva a paralizarnos por completo. Es en esa paralización donde seguimos tolerando lo intolerable y seguimos huyendo de lo único que quizás nos estaba aportando un poquito de luz entre tanta bruma densa.
A veces no tenemos problemas grandes exteriores, pero tenemos tanta falta de amor del entorno que eso nos genera un problema mucho más grande. Porque anhelamos ese apoyo, esa luz y esa sensación, no somos adictos... Somos humanos sociables que viven en comunidades, que necesitan conectar para dar un sentido a su existencia. No somos sequoias canadienses que emergen solitarias en altas cordilleras montañosas donde observan cómo sale el sol o cómo ruge el océano a lo lejos, somos seres con piel y como siempre digo... Lo que nos late por dentro es un corazón, no un hueso.
Nos tratan mal y agachamos las orejas. Nos tratan bien y nos alejamos. Sumergidos por completo en ese circulo vicioso pasamos años y el tiempo no se recupera. Y lo único que queremos es cariño y el que diga que no, se miente a si mismo.
A todos nos sienta bien que nos digan que somos valiosos y suficientes, porque nos hace sentir descansados... Toda una vida luchando por dar lo mejor de nosotros, aunque sea con palos de ciego, para que nada ni nadie nos diga que lo estamos haciendo bien. Las palabras que oímos y leemos no son solo meras palabras sin sentido, son la forma en la que otras realidades interactúan con nosotros. Con las palabras uno también crea, genera y consigue cosas.
A todos nos sienta bien que nos digan que nos quieren, porque precisamente eso da un sentido extra a nuestra vida. Me hace reír la gente que me dice "a mi me da igual que no me quieran" yo sé que eso no es cierto, de hecho normalmente quienes dicen eso son quienes más necesitan ser queridos. Cuando un hijo o una hija recibe de sus padres un "te quiero" una parte dentro de si se siente aliviada y sanada automáticamente, pero hemos nacido en un mundo donde ni se dice ni se demuestra y parece que cada día eso está más de moda.
A todos nos sienta bien que nos digan que somos importantes, que no estamos solo de paso, que hay algo más que nos hace estar aquí. O que nos digan que somos buenos profesionales, grandes amigos, buenos compañeros, buenas personas... Cuando conseguimos hacer que alguien tenga un día mejor, aunque sea solo con las palabras, nos damos cuenta de lo que aquí estoy escribiendo y que no se tiene en cuenta tanto como deberíamos.
Nos estamos deshumanizando a pasos agigantados y me preocupan especialmente esas nuevas generaciones que nazcan en un mundo donde la gente no sepa apoyarse los unos a los otros.
Tendríamos que poner de moda amar de nuevo. Y no amarnos solo a nivel pareja, amar todo. Amar a tus amigos, amar lo que haces, que te amen a ti por quién eres y cómo eres, que ames las cosas que a priori parecen insignificantes, que ames el hecho de la que la gente te está ofreciendo algo que no te va a recuperar jamás: el tiempo. Pero sin embargo, lo que prima es la competición, el pisar al otro, la lucha constante, el imponer, la ausencia, los ghostings, la falta de responsabilidad afectiva (no solo en pareja, también con amigos o familia), la falta de empatía, el egoísmo, la falta de comunicación... Y por supuesto, las corazas.
Hasta Milan Kundera en su libro "la insoportable levedad del ser" deja por escrito que el amor es algo fundamental para la vida, para el hecho de vivir. Porque quizás el amor sea la única medicina efectiva para la consciencia humana.
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