¿Sabes? todo hay que sentirlo, notarlo, palparlo en lo más profundo de tu ser...

domingo, 6 de diciembre de 2020

La obligada felicidad como enfermedad:

 


El optimismo y el positivismo son conductas y expresiones, a menudo, confundidas. Pero sin duda la naturaleza humana nos lleva, de manera natural, a no estar siempre optimistas ni tampoco a estar siempre positivos. Forma parte de la vida. Desgraciadamente vivimos en una realidad desnaturalizada. 

Esta no es la primera vez que escribo sobre algo así, pero me parece un tema necesario para refrescar y tenerlo presente en los tiempos que corren. Huxley, en uno de sus libros, hace mención a la libertad como el mayor afán del ser humano... Desde su reflexión, que no recuerdo literalmente, nos empuja a un signicativo pensamiento ¿quién es más libre? ¿el que solo busca una ilusa felicidad o el que siente el devenir de la vida de manera natural? Experimentando también todo aquello que no es fácil, obteniendo desde ahí otra importante belleza. 

En nuestro momento actual casi todo lo que nos rodea nos direcciona hacia la felicidad, una felicidad convertida en la mayoría de los casos en perfección y materialismo. No es sólo consumir por consumir, es consumir por el hecho de llenar el vacío. Y no solo es comprar lo material, nos hemos puesto precios bajos a nosotros mismos. Nos sentimos condenados a encontrar así la felicidad. Nos sentimos influenciados a no vivir lo "real" y lo "profundo" de la existencia. 

Existir es difícil desde que el ser humano tiene consciencia de si mismo y esto no es algo que deba apenarnos o asustarnos. Existir implica un montón de cosas complicadas, a veces no son alegres, y otras tantas cosas mucho más ligeras y livianas, que a menudo son las que nos dan una felicidad más efímera. Adictos a esa nube que nos ahoga y que nos hace olvidarnos de lo importante, recorremos nuestra vida desde el sendero de la "obligada felicidad" convirtiendo esta obsesión en una desagradable enfermedad que nos agota. 

Nos sentimos culpables si lloramos. Nos sentimos culpables si nos levantamos con el pie izquierdo. Nos sentimos mal con nosotros mismos porque no hemos sonreído lo suficiente, no hemos sido lo suficientemente alegres, dicharacheros, espontáneos, porque no nos hemos aprendido los mejores chistes a compartir en la oficina, porque no hemos hecho reír lo suficiente... Ponemos nuestros objetivos de bienestar en cifras, que tarde o temprano, podríamos conseguir alcanzar (según la vida de cada uno) y pensamos "qué desdichados aquellos que no tienen ese coche último modelo, ese smartphone tan molón o esas cifras redondas que llegan con el nombre de nómina". Y ahí, sucumbidos por lo superficial, nos olvidamos de sentir realmente. 

Se nos olvida el valor de las pequeñas cosas. Se nos olvida abrirnos con la gente, empatizar o ser más humanos. Se nos olvida amar, si el amor no está ligado a algo material... Damos demasiada importancia a regalos y muy poca a segundos que no volverán. Pero al margen de todo esto, lo más preocupante de todo es esa desconexión con lo natural, con lo natural de ser humanos. 

Nos aterroriza sentir. Como si sentir fuese una condena para la mente, para el cuerpo y para el alma. Nos aterroriza llorar, como si llorando fuésemos a rompernos en mil pedazos, cuando en realidad llorar arregla más de lo que pensamos. Nos aterroriza caminar por esas partes tan profundas de nosotros, donde habitan las partes menos atractivas, a pesar de su belleza. Si lográsemos comprender que precisamente esos caminos son los que nos llevan a nuestra libertad, tiraríamos abajo esa estructura de pensamiento que nos ata a una falsa felicidad como propósito. 

No se trata de estar infeliz siempre, pero es cierto que de la infelicidad han nacido obras maravillosas y pensamientos y reflexiones filosóficas que nos ayudan a entender muchas cosas. No se trata de estar enfadado siempre, pero experimentar el enfado nos ha permitido también madurar y cambiar sociedades... El enfado por las injusticias ha levantado más pueblos que este opio que consumimos de felicidad falsa. Se trata de saber navegar en el devenir de las emociones, sin vomitarlas con una repugnante cara de asco, sintiéndonos avergonzados por poder experimentarlas o haberlas creado dentro de nosotros.

Al final, como siempre digo, somos niños aprendiendo a ser adultos. Lo seremos toda la vida, a pesar incluso de rebosar cantidades enormes de sabiduría. Porque entre sabiduría y sabiduría se encuentra la vulnerabilidad y la fragilidad que no caracteriza, dos polos que emanan de los sentimientos y de las emociones. 

Todos sentimos dolor, todos sentimos inseguridades, todos tenemos terror a ser dañados y a menudo relacionamos ese daño con amor, con confianza o con otras emociones. Todos queremos estar lo mejor posible, en muchas ocasiones huyendo de nuestros propios demonios... Los demonios de lo humano, de lo sentimental, de lo sensible... Y en el fondo, no muy al fondo pero en el fondo, lo que realmente anhelamos es libertad, libertad personal, libertad de poder sentir y ser, sea en compañía o en solitario. 

Y es que esa libertad la sentimos aún más cuando hemos logrado descargar la congoja que nos asfixiaba, que cuando nos empecinamos a ser los más felices consumiendo cosas vacías, sin compromiso y sin una realidad objetiva de valor. Relacionado con esto, estas conductas también nos llevan a restar importancia a las conexiones humanas y a las relaciones. No sólo nos hemos puesto a buscar, como locos enceguecidos, la felicidad en aquellas cosas que podemos obtener con cierta inmediatez y que pagamos con un dinero que ha puesto cifra a un valioso tiempo que jamás recuperaremos, también nos hemos puesto a consumir relaciones vacías como una forma de sentirnos lo más salvaje y libres que podamos, quitándole importancia a los humanos, a nuestras emociones y a las suyas. Un mundo que favorece conexiones vacías, como un amor líquido que jamás se quedará a los pies de nuestra cama si caemos gravemente enfermos. Un amor líquido, que no nos acompañará en nuestra evolución personal. Un amor líquido, con el que no podremos hablar de nuestras inquietudes, no podremos compartir nuestro sentir, ni podremos contar con él cuando necesitemos del consuelo más profundo. 

La obligada felicidad como enfermedad se muestra con un sinfín de caras en estas sociedades donde lo auténtico, lo real, lo que nace del corazón... Es desterrado para poner en su lugar lo vacío y lo que sin duda nos corta realmente la libertad. Y sin libertad, querido lector, jamás hallará una dicha plena, algo más jugoso y más enriquecedor que una falsa felicidad.

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