Echo de menos la naturaleza. Ayer me quedó claro cuando al ver un pequeño cactus en una micro-maceta me emocioné de sobremanera al poder observar que le habían salido dos minúsculas florecillas. Ilusionada se lo conté a la persona que tiene esa planta y me preguntó si aquello era bueno, yo no supe responder otra cosa más que "¿bueno? ¡Es buenísimo!".
Y noté esa añoranza, como la morriña de quien tiene a su hogar lejos, ese santuario de protección y crianza donde están tus raíces, donde está tu esencia primaria... Supe que aquello, era sin duda, el anhelo por la naturaleza.
Vivo en una gran ciudad y hago mi vida, prácticamente a diario, en una ciudad. Invierto muchas horas en coches y transportes variados, los planes se resumen en alcohol por las noches, cafés en lugares modernos, gente apelmazada en las calles, avanzar lento, salir con mucho tiempo de margen... Por eso a veces estoy en silencio en casa para poder apreciar el sonido de las golondrinas que se acercan a cazar mosquitos por las cornisas de mi edificio, pero entre tanta ensoñación se cuela la cruda realidad de una jaula de hormigón que nos atrapa con sus planes infinitos, sus mil opciones, sus días que no acaban, sus empalmes de noche-mañana-noche, su estrés (infernal estrés), su agobio, sus sonidos a pitido, sus horarios que comienzan antes de que salga el sol, sus puestas de sol sin ser apreciadas, su agobio, su empuje, su lleno de personas pero vacío de humanidad... Y yo, a veces siento que simplemente quiero volver a escuchar el silencio de la naturaleza, aunque sea con el rugir del mar una tarde solitaria en una inmensa playa, el cantar de mil pájaros chivatos en una zona montañosa o el olor de plantas mediterráneas que se alzan como representación de la indomable fuerza de Pachamama.
Las ciudades son divertidas y tienen muchas opciones para llenarnos, pero jamás podrán llenarnos de manera tan enriquecedora como un instante de desconexión en medio de un paraje natural. Observar desde un pico muy alto como el mar queda a lo lejos o como toda una cordillera se expande en un paisaje abrupto.El color verde de la vegetación, el agua que sale de un manantial, las rocas que te permiten sentarte a reposar, la arena fina que acaricia tus pies, los rayos del sol cuando estás en esa inmensa paz, sentir el latido del corazón en calma y sin la pesadez de un horario y una rutina que se clava en tu espalda como la más pesada de las cargas.
Creo que con la expansión del sistema neoliberal y capitalista, además de haber olvidado las raíces de la humanidad, hemos desconectado de lo más importante: nosotros también pertenecemos a la naturaleza. Para nosotros también es importante y saludable el contacto con la vegetación, con el barro, con el musgo, con la corteza de un árbol, con la lluvia sin protegerse con un paraguas, con la libertad y la protección (y el miedo) que aporta lo más salvaje de la naturaleza. De ahí hemos venido y pertenecemos a ese rincón, alejado y olvidado. Un espacio terrenal que se encuentra más allá de nuestros muros sociales y arquitectónicos dentro de los cuales mantenemos la realidad que nos ha transformado, ese juego de papeles, normas, reglas, obligaciones y derechos donde no tenemos en cuenta lo más primario de nuestra esencia: somos animales y la naturaleza es nuestro abrigo, nuestro primer hogar, nuestra primera madre, nuestra biología y nuestra química.
Necesito naturaleza. Te echo de menos Pachamama.
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