Aunque pasen los años y te cruces por el camino alguien super interesante que te ofrezca dos tipos de píldoras para poder observar la vida y comprender la realidad, hay heridas que no se van a ir nunca, jamás. Aunque pasen los años y te cruces por el camino un psicológo genial, con el que hacer terapia y desarrollarte como persona, hay heridas en la vida que no se van a ir jamás.
Aunque pasen los años y te topes, de repente, con alguien que es un gran terapeuta y te ofrezca una experiencia maravillosa o te recomiende hacer constelaciones que cambien tu percepción de las cosas, hay heridas que no se van ir... jamás. Y, aunque esto pueda escocer a alguien, lo mejor que podemos hacer es aprender a vivir con ellas.
Algunas de ellas se superan y otras, otras no. Algunas dejan de escocer y otras... no. Y es natural, porque aunque pase el tiempo, hay cosas que cicatrizan sin dejar huella, tanto en la piel como en el alma y otras cosas dejan huella tanto en la piel, como en el alma.
Aunque superes una ruptura o miles, hay algunas que te dejarán marcado para siempre jamás y otras, otras no significarán nada. Aunque pierdas a una persona porque ya no esté en tu camino, hay personas de las que nunca más te acordarás y otras que tendrás presente toda tu vida. Con las heridas, con las experiencias del vivir, ocurre igual.
Y es que hay traumas que se convierten en sabiduría y otros, que incluso ya convertidos en sabiduría, siguen doliendo y escociendo cuando son recordados. Porque no estamos hechos solamente de superación y de avance, también estamos hechos de recuerdos, de realidades crudas, de cosas indigestas y a veces nos proponemos y empecinamos con querer cambiar tanto nuestros registros de momentos del pasado que nos olvidamos de que hay cosas que no se van a marchar y eso es lo que más nos duele: no aceptar la realidad de que hay heridas que no se van a ir, nunca, jamás.
Ocurre con las heridas como ocurre con las relaciones, con las personas, con las experiencias... Tanto con aquellas que han sido buenas como aquellas que no han sido tan buenas. Por mucho que crezcamos, inexplicablemente terminamos acordándonos de algunas personas, incluso aunque ya no estén con nosotros, aunque no sepamos nada de su camino ni de su vida, de manera rara vuelven a nuestra cabeza de una forma inesperada. Y por muchos años que pasen son personas que no se van de nuestro interior y de nuestra esencia, que no se marcharán jamás, aunque físicamente no las veamos y no tengamos más relación con ellos.
Quizás una importante parte de camino es aprender a vivir sabiendo que nosotros, de alguna manera, también somos una colección de lo que nos hace ser nosotros: de experiencias, de situaciones, de momentos, de personas, de instantes... Buenos, malos y regulares, transformados y no transformados, normalizados y no normalizados, superados y no superados, cambiados de lugar en la memoria o estando en un lugar inamovible... Estas son parte de esas "marcas" que no se van a marchar jamás, ni aunque tengamos 80 y tantos años y andemos rozando el último adiós.
A veces sólo nos toca convivir con lo que hemos vivido, sabiendo que quizás nos ha cambiado para siempre y que eso es algo que no podemos deshacer, sabiendo que una parte de nosotros se queda pintada, como por un suave pincel, que fue aquella experiencia o vivencia, aquella persona, aquel acontecimiento, aquel recuerdo... Porque hay cosas, en la vida, que no se borran jamás, que no se van, que no se marchan, que se quedan en nosotros por todo lo que necesitemos, por todo lo que necesiten o incluso por toda la vida.
Hay heridas que no se van jamás, y aunque al principio pueda sonar amargo, con el paso del tiempo nos damos cuenta que precisamente esto es lo que nos hace aún más humanos. Mucho más humanos.
A si que no estás loca o loco por sentirte como te sientes y no necesitas, ni mereces, seguir atacándote por no conseguir cambiar algo, por no conseguir olvidar a alguien, por no conseguir borrar algo... Porque hay cosas, y personas, perennes en nuestro corazón, en nuestra alma y en nuestros recuerdos, que se quedan intactos, con la misma esencia que el primer día. Y no hay nada de malo, absolutamente nada de malo, en reconocerlo, en ser capaces de ver esa vulnerabilidad y esa parte tan tierna de nuestra persona.
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